La crisis oculta del agua

Es primordial introducir el problema de los recursos hídricos en la agenda de la política económica

No hay materia prima más valiosa y seguramente más escasa (en términos relativos, al menos), que el agua. Y, sin embargo, también es a la que menos atención se le presta en los programas económicos y en los superferolíticos planes de previsión para el futuro. En España, el agua aparece como una ilusión económica (es un bien de la naturaleza, sale del grifo y, por lo tanto, carece de precio o lo tiene muy bajo) o como un motivo de reyerta tribal entre comunidades autónomas donde escasea y aquellas donde fluye con relativa abundancia. De pasada, aparece también como un motivo de especulación de tintes criminosos u oportunistas, cuando se privatizan las empresas encargadas de gestionarla o distribuirla. Y, sin embargo, a pesar de este ninguneo, el agua es un bien público que si se sigue gestionando irracionalmente puede obstruir fuentes decisivas de crecimiento económico.

En España, la tarea irresuelta consiste en ajustar un precio para el agua. Lógicamente este objetivo podría conseguirse mediante la creación de un mercado hídrico; pero lo cierto es un mercado no es el mejor instrumento para regular un bien esencial de uso público. Por ejemplo, los individuos y las familias tienen derecho al consumo necesario para la supervivencia y la higiene. Por otra parte, el mayor consumo se concentra en la agricultura y en actividades de riego, sean agrarias o de tipo turístico o decorativo. Para algunos de estos destinos se han articulado soluciones tradicionales similares a las de un mercado. Pero son insuficientes. Gran parte de la gestión hídrica está hoy en manos de oligopolios de regadío o bien en manos de compañías eléctricas que la usan sin que públicamente se sepa cuánto pagan por ella. La amenaza más grave es que el agua es un bien escaso. Y lo será cada vez más, debido al cambio climático y al despilfarro actual.

En consecuencia, es obligado aceptar que el agua es un bien público que debe regularse con prontitud y firmeza. Cuanto antes se adecúe la estrategia hídrica a esta realidad, mejor. La adaptación implica adoptar políticas que, en resumen, sigan los siguientes criterios: 1. Evitar el despilfarro del agua, con instrumentos que vayan desde aplicar precios disuasorios para determinados fines hasta cobrar el agua embalsada utilizada en la producción eléctrica y, en último extremo, aplicar medidas selectivas de racionamiento (en todo caso, no para consumo de boca); 2. Programar inversiones en regadíos, embalses, reciclaje de agua, depuración y desaladoras; las expectativas hídricas a tan sólo cinco años vista aconsejan mantener abiertas todas las opciones tecnológicas; 3. El principio “quien contamina paga” no basta para afrontar el estrés hídrico; hay que impedir la contaminación y el despilfarro.

No debe haber libertad para contaminar, aunque sea pagando. Porque se ha instalado la práctica de ensuciar las aguas de los ríos mediante el chantaje de que es el precio que hay que pagar para mantener la inversión y el empleo. Ese tipo de chantaje conduce incluso a que algún ayuntamiento pague anualmente las multas medioambientales a cambio de evitar la deslocalización. Así, el dinero público se utiliza para perpetuar la contaminación.

 

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